sábado, 7 de noviembre de 2009

Alumnos...

http://www.nortecastilla.es/20091105/vida/ordenador-suficiente-20091105.html

domingo, 27 de septiembre de 2009

Los acne-poetas...

Visto en ABC

«Un poeta sin dermatitis seborreica no es creíble»
ABC
Domingo, 27-09-09
-¿Es cierto que a usted le odian las feministas y le quieren las mujeres?
-Las feministas son mujeres y, como tales, también me aman, pero lo expresan de un modo poco ortodoxo, interponiendo demandas en los tribunales y exigiendo a los directores de los periódicos que me echen, con éxito.
-Dejó el rock por la poesía, ¿significa eso que se ha resignado a ligar cada vez menos?
-Se liga igual. Con chicas macilentas y ojerosas, pero se liga.
-¿Cuál es su verdadera vocación?
-Perceptor de becas y subsidios.
-¿Entonces, por eso no ha ejercido nunca la Psicología, que es en lo que se licenció?
-Lo de las carreras está mal hecho. Tiene uno que elegir la suya con 18 años, cuando todavía no rige. Yo me matriculé en Psicología porque era lo más fácil que uno podía estudiar sin rebajarse a hacer Magisterio. De cualquier modo, aprobé cautivando a las profesoras con mi sonrisa y copiando, como todos los demás psicólogos, por cierto.
-¿Qué es lo más útil que aprendió en la Universidad?
-Que la Psicología es un fraude, lo cual me ha ahorrado una pasta en terapia.
-La primera noticia suya que tuve fue la del intento de asaltar un colegio mayor femenino, ¿ha vuelto a transitar por ese camino?
-Ahora que tengo la experiencia y los medios suficientes para hacerlo con garantías de éxito, me han abandonado las ganas. Lo cual viene a ser una metáfora de la vida, si bien se mira.
-Admira al actual novio de la duquesa de Alba, ¿por qué?
-Alfonso Díez es un hombre ejemplar que muestra al joven emprendedor cuál es el camino a seguir. Espero que los planes le salgan bien.
-Parece usted de ese tipo de hombres que, en su primera cita, es capaz de invitar a una chica a sopa de sobre, ¿me equivoco?
-Abrumo a las personas con invitaciones y obsequios, sí, y siempre dejo unas monedas en la mesita de noche antes de irme, después de un encuentro romántico. Soy un caballero.
-¿De verdad piensa que la cirugía plástica debería ser no sólo gratuita sino hasta obligatoria?
-El cirujano plástico es el poeta de la medicina y los implantes de silicona son el soneto. Todo lo que se haga en favor de la belleza contará con mi entusiasta beneplácito, en el terreno que sea.
-Ustedes los Ory deben ser muy particulares, ¿aún no conoce personalmente a su tío abuelo el poeta Carlos Edmundo?
-Sí, sí. El año pasado vino a Málaga y estuve un rato con él. Es un tío encantador. Y digo lo de tío en el sentido familiar de la palabra. Está en plena forma y sigue escribiendo igual de bien que siempre. Por lo del apellido, la gente nos confunde, y eso me ha abierto muchas puertas, una vez me encargaron un prólogo para un libro pensando que yo era él. Por supuesto, lo hice. Creo que el editor de la obra todavía no se ha dado cuenta del error. La autora sí, y le hace mucha gracia.
-¿La poesía tiene mucho que ver con la higiene?
-Con la higiene verbal, desde luego. La higiene corporal es privativa de los ensayistas y los críticos literarios. Un poeta sin su punto de dermatitis seborreica no resulta creíble. Uno mira una foto de Cernuda, por ejemplo, y no piensa que lo que le da brillo a su pelo sea gomina, sino grasa. Así han sido siempre las cosas y así deben seguir siendo.
-¿Y con la exactitud?
-Siempre digo que una palabra mal puesta en un poema es como una mosca en la sopa. También iba diciendo por ahí que escribir poesía es tratar de llamar a las cosas por su nombre, pero el otro día me enteré de que la frase no es mía sino de Nicanor Parra. Por eso ya no lo repito tanto.
-Tras el Emilio Prados, le han dado el Villaespesa, otro premio de prestigio, ¿aleja esto su aspiración de convertirse en autor maldito?
-Eso espero. Lo del unánime reconocimiento de las masas y el tren de vida obscenamente alto cada día me gusta más.
-Si los premios de novela están mejor retribuidos que los de poesía, ¿por qué no escribe novelas?
-Lo hago. Acabo de terminar un potencial «best-seller» ambientado en el mundo del circo, en el que salen, entre otros fascinantes personajes, un enano avieso, cuatro o cinco animales que hablan y María Teresa Campos. Lo tiene todo para triunfar. Ahora estoy en la fase de negociar duramente con los editores; si alguno quiere entrar en la puja, aún está a tiempo.
-¿Salir entrevistado en un periódico de Sevilla puede acarrearle enemistades en su ciudad?
-En mi ciudad la gente no lee, no hay peligro. Sólo mirarán la foto y se darán al autoerotismo, lo cual apruebo.
-Por cierto, ¿qué es lo más divertido que se puede hacer en Málaga?
-Málaga es un sitio muy aburrido. En lugar de pandilleros hay licenciados en Hispánicas y la policía tiene que salir los fines de semana a dar tirones de bolso y romper escaparates para animar un poco la cosa. Además, con esto del Mercado Común, las suecas, que eran la sal y la pimienta de nuestra vida pública, se han moderado en su voracidad sentimental y se comportan como ursulinas. Ursulinas nórdicas y turgentes, pero ursulinas. Los fértiles tiempos del landismo han pasado y sospecho que nunca volverán.
-¿Se hace cargo de que con estas respuestas ninguna señora le va a querer como novio de su hija?
-Siguiendo la doctrina Díez, espero que las hijas me quieran como novio de sus madres. He madurado.
EFE/RAFAEL DÍAZ

miércoles, 8 de abril de 2009

Entrevista a Haruki Murakami

Surrealista y amante de la cultura pop, Murakami es el gran escritor japonés de principios de siglo. Visitó por primera vez España y habló de sus manías y obsesiones.

Quizá para un occidental el exotismo de su nombre llame a engaño. Puede que cualquier europeo se acerque a Haruki Murakami atraído por algo que le traslade a mundos lejanos, gobernados por códigos milenarios que escapan a nuestro más inmediato entendimiento. Pero cuando ese lector abra cualquiera de sus libros, en pocas líneas, caerá del burro.

Quedará seducido por la proximidad de sus personajes, por un finísimo hilo que logra conectar de manera global todo lo que nos preocupa, nos altera, nos divierte y nos deprime: una soledad que nos acecha deambulante, el amor, el desamor, el sexo y el deseo, ese siempre frustrante viaje de la juventud a la madurez, la sensación sistemática de pérdida, de no encontrar nuestro sitio en el mundo, la atracción y el miedo hacia la muerte...

Y toda esa música.

La música que proporciona fondo y forma a su obra, sacada de lo que es su tesoro más preciado: una colección de 7.000 vinilos de jazz, su gran pasión, pop y clásicos. Una música que, dice, está dentro de él y que exprime en cada capítulo que escribe obsesivamente: "Imagino que el teclado del ordenador es como un piano e improviso sobre él", asegura.

Dice también Murakami que sus libros funcionan mejor en mitad del caos. No sabe por qué, ni lo pretende. Pero es así. Empezó a escribir tarde, rondando los 30 años, después de haber regentado un club de jazz en Tokio. Lo hacía para él y para sus amigos, y poco a poco ha ido seduciendo a los cinco continentes. Se ha convertido paso a paso y sin querer -le horroriza la exposición pública- en una especie de fenómeno global de culto, aunque parezca contradictorio. Uno de esos escritores que conectan con inmensas minorías, con ejércitos de lectores que comparten su visión del abismo y la salvación, que esperan un nuevo título como la promesa de una palabra reconfortadora.

Así, después de unas cuantas novelas, algún volumen de cuentos y una nueva obra autobiográfica, What I talk about when I talk about running, Murakami ha logrado su objetivo: ser un corredor de fondo. Eso es ni más ni menos este escritor que seduce a golpe del empeño en ser distinto, amante del surrealismo y de la serie Perdidos, admirador de Scott Fitzgerald, John Irving, Manuel Puig o Vargas Llosa y enemigo de Mishima, uno de esos santones que se empeña en despreciar para escándalo de los guardianes de la pureza en la literatura de su país: "Muchos de sus libros no he podido ni acabarlos", comenta sin ánimo de polemizar demasiado.

Aunque con frases dichas en ese tono, mucho le va a costar hacer las paces con el mundillo de las letras nipón y reponer una relación de odio mutuo. Ellos detestan su manía de exhibir esos referentes occidentales de la cultura popular. Él no puede soportar que le tiren de las orejas por no cuidar la lengua como una perla virgen. En Japón se niega a aparecer en radio y televisión pese a que para muchísimos jóvenes se ha convertido en un gurú. Sobre todo después de publicar Tokio blues. Norwegian wood (Tusquets, Empúries en catalán). Muchos la han considerado un equivalente a El guardián entre el centeno japonés, pero él elude las comparaciones con el clásico de Salinger que inspiró al asesino de John Lennon.

Aunque Murakami, con 60 años cumplidos ya, no tiene alergia a los jóvenes. Al contrario. Si ha visitado por primera vez España, es para recibir un premio que le han otorgado lectores de entre 16 y 18 años. Fue el San Clemente, que concede un instituto de Santiago de Compostela, el Rosalía de Castro, después de analizar su obra Kafka en la orilla por un más que estricto jurado compuesto por jóvenes bachilleres de toda Galicia.

Por allí paseó Murakami antes de trasladarse a Barcelona, donde concedió esta entrevista después de haber correteado por sus calles -lo hace todos los días este amante del maratón, esté donde esté- y antes de visitar Cadaqués y Port Lligat, lugar de peregrinación daliniana. Algo fundamental para un autor que se autodefine como "surrealista".

También se le podría calificar como pop, ecléctico y posmoderno. Pero a la vez poético y misterioso, cercano y costumbrista, inspirador de escritores y cineastas como fue el caso de Sofia Coppola en Lost in translation, Alejandro González Iñárritu en Babel y ahora Isabel Coixet, que se confiesa influida por él para su nueva película, Map of the sounds of Tokio.

Y es que Murakami puede fascinar con igual fuerza cuando cuenta lo que lleva dentro del bolso una adolescente japonesa en ese poema urbano que es After dark y cuando indaga en la generación traumatizada por la guerra del Pacífico en Kafka en la orilla. Cuando se adentra en las tribulaciones y el viaje lésbico de Sputnik, mi amor, que cuando inventa una magia fantasmagórica para Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Su empeño por cavar cada vez más en lo profundo del pozo, como él mismo dice que es escribir un libro, parece no tener fin.

¿De qué se siente más orgulloso, de su bar en Tokio, de sus marcas de maratón, de sus 7.000 vinilos, de traducir a Scott Fitzgerald o de sus libros?

Lo que más me enorgullece es haber encontrado tantos lectores en todo el mundo. Llevo 30 años escribiendo, algo más. Los primeros 10 tenía pocos. Escribía para un grupo reducido, casi mis amigos y muy pocos más que me leían. No sé por qué, pero fueron aumentando.

¿Hasta que se convirtió usted en un fenómeno global?

Yo no lo pretendo. Primero escribo para mí, por satisfacción personal. Hacerlo me proporciona felicidad. Luego vi que les interesaba a unos pocos y se ha ido extendiendo.

Tanto, tanto, que no hay país que se resista a Murakami. Pero más que por su exotismo, por su proximidad. Cuando usted abre el bolso de una japonesa y miramos dentro, encontramos lo mismo que puede haber en el de una muchacha de cualquier gran ciudad.

Ehhh. Ummm. Cuando escribo una historia, no me planteo que vaya a impactar a un lector japonés o a un chino. Simplemente, me divierto haciéndolo. Las historias que planteo me resultan naturales, no las puedo explicar. Son muy íntimas, son muy personales, y cuando las escribo escarbo en mi mente, en mi alma. Eso, precisamente, por qué no, también las puede hacer globales. Puede ocurrir perfectamente. Lo que hay que tratar es ser auténtico.

A la vez que se adentra usted en sí mismo, ¿siente que profundiza en los temas que más preocupan al mundo?

No sé. Hablo de mí. Me conozco a mí mismo. Sólo digo que en cada libro voy más hacia abajo, más y más. Para conocerme mejor, me dirijo cada vez más al fondo del pozo. Metafóricamente. También me gusta romper muros. Traspasarlos. Ir hacia el otro lado y husmear. Luego vuelvo. Eso es escribir una novela. Acudir en busca de lo oscuro, de lo que no sabes de ti. Si lo intentas, puede salir bien. Si eres capaz de traspasar esas fronteras, puedes convertirte en alguien que interesa de manera global y encontrar almas comunes en Asia, en África. Si tienes la valentía de traspasar el muro, la frontera ante el que te sientes solo y desarmado. Atraviesas el muro y puedes convertirte en otro. Puedes ser más libre, además. En mis novelas trato de que ocurra eso.

¿Por eso le gusta tanto una serie como 'Perdidos'? Es más, se ha comprado usted una casa en la isla donde se rueda la serie.

Sí, sí, sí. Bueno, me gusta por eso y por más. ¿Tiene éxito en España?

Hay auténticos fanáticos.

A mí me gusta el misterio que le dan a los personajes, irles descubriendo poco a poco. El misterio y el surrealismo. Pero sobre todo me fascina lo inesperado. A mí me gusta hacer eso con mi escritura. Que nadie espere lo que pueda ocurrir. Además, creo que es muy fiel a ese sentido que le da todo al título.

¿Se refiere a que son seres perdidos y que a muchos de ellos les gusta precisamente esa condición?

Por ejemplo. Aunque muchos, como le decía antes, desean atravesar los muros y regresar, otros no, desean quedarse. Es algo que puede ser bueno. Esa huida. Yo soy un escritor optimista y en muchos, entre los personajes de Perdidos, encuentro ese optimismo, esas ganas de cambiar.

¿Por eso detesta a Mishima? ¿No lo encuentra optimista?

No me gusta su estilo.

¿Su estilo literario o su forma de ser?

Como lector, no me gusta. No he podido llegar hasta el final en muchos de sus libros.

¿No será que siente una necesidad, como gran escritor japonés de otra generación, de matar al padre?

No, no creo. Es que no me gustan sus libros, nada más. Tampoco su visión de la vida ni de la política. Nada. No me interesa nada.

¿Ese desprecio hacia Mishima ha agudizado su distancia del mundo literario japonés?

No les gusto, soy demasiado diferente a ellos. Por lo menos, a lo que ellos consideran que debe ser un escritor. Creen que todo lo que se escribe ha de estar supeditado a la belleza de nuestro lenguaje, a los temas de nuestra cultura. Yo no lo veo así. Yo utilizo la lengua como una herramienta. Una herramienta que puedo usar con mucha eficacia. Pero nada más. Por eso los críticos y los escritores me atacan. Yo busco una originalidad propia, alejada de lo que ellos pregonan. Tampoco frecuento sus círculos. No pertenezco a ningún grupo, y en Japón se supone que debes formar parte de alguno. Por eso me fui de mi país unos años.

¿Le puso furioso ese rechazo?

No, furioso no. Sencillamente me sentía extranjero en mi propio país.

Sin embargo, ahora se considera usted un genuino japonés. ¿Qué es eso? ¿Qué es ser un japonés hoy día?

Creo que los japoneses buscamos una nueva identidad. Después de la guerra nos enriquecimos y vivimos bien hasta 1995, cuando sufrimos una crisis tremenda. Todo se tambaleó. No habíamos vivido nada semejante en 40 años. En ese periodo pensábamos que la riqueza nos traería felicidad y satisfacción. Nos hicimos inmensamente ricos, pero no éramos felices. Ahora nos preguntamos: ¿qué debemos hacer?, ¿cuál es el camino hacia la felicidad? Todavía lo estamos buscando.

Japón vivió el preludio de lo que el mundo experimenta ahora. ¿Qué nos pueden aconsejar?

No sabría decirle. Lo que sí sé es que a raíz de las crisis algo raro ocurre con mis libros. Después de 1995, una mayoría cada vez más grande de lectores empezaron a apreciar mi trabajo en Japón. Después del 11-S, en Estados Unidos, también aumentaron mis lectores. En Rusia y en Alemania, lo mismo.

Y en España, después del atentado de Atocha, ha empezado a crecer. ¿Es usted un autor para tiempos de crisis?

En mitad del caos, la gente aprecia cada vez más mi trabajo. Es así.

¿No han estudiado eso en la universidad?

Mis historias se comprenden mejor en ese contexto, parece.

Puede que la gente, en momentos de caos, busque con más fuerza narraciones estructuradas, que tengan que ver con la música, como es su caso. ¿Sus libros le deben más a las lecturas que ha hecho o a los discos que ha escuchado?

En la época en que era dueño de un club, en Tokio, escuchaba música a todas horas, de la mañana a la noche. Así que la música inundó mi sangre. Escribo mis novelas como si interpretara un instrumento. No toco ninguno; de niño estudié algo de piano, y eso me ha servido para escribir.

Le veo tecleando el ordenador como si interpretara una sonata. ¿Tiene algo que ver?

Más o menos. Para mí, el ritmo en una narración es crucial. Soy muy consciente de eso, el ritmo, el ritmo. Cuando escribo, escribo. Agarro una imagen y la hago fluir. Muchas veces lo acometo como esas largas improvisaciones de jazz que no sabes cómo acabarán.

¿Y eso lo hace a las cuatro de la madrugada?

Sí, necesito silencio, que nada se interponga. Escucharme a mí, mis palabras y nada más.

Después se va a correr, a las ocho. ¿Cuando corre, sigue trabajando? ¿Sigue dándoles vueltas a sus historias?

Dejo mi mente en blanco, aunque a veces me asaltan cosas. Me gusta vaciar mi cabeza. Sólo me preocupo de correr, de ver el paisaje, de sentir el aire.

Y ese libro, con ese título: 'What I talk about when I talk bout running' ('De qué hablo cuando hablo de correr'), ¿de qué va?

Es una memoria. Empecé a correr hace 30 años, al mismo tiempo que la escritura. Y he corrido tanto... He hecho hasta un maratón de 100 kilómetros, triatlón. Así que empecé a escribirlo hace unos siete años y lo he acabado casi sin darme cuenta. Soy un corredor de fondo.

¿Por eso sus libros son tan gordos?

Sí, no puedo parar. Cuando escribes, necesitas confianza en ti mismo. La carrera de fondo te da eso, mucha confianza. La seguridad de que vas a terminar lo que has empezado. Si escribes narraciones más cortas, quizá no necesitas eso. Más en mi caso. Yo era un tío normal que de un día para otro comenzó a escribir, sencillamente. Un lector apasionado que de repente se puso a contar historias.

Parece que usted no responde al arquetipo de 'autor'. Más cuando provoca a las eminencias culturales diciendo que le ha influido tanto Dostoievski como Ken Follett. ¡Menudo escándalo!

Bueno, para que quede claro. Soy un hombre sencillo a quien le gusta vivir aparte. Pero sí me siento especial cuando escribo. Cuando no escribo, soy normal y quiero sentirme normal. Es más, si voy caminando por la calle y alguien viene a decirme algo, lo primero que pienso es: ¿por qué lo hará? Si yo soy un tío normal. Me hacen sentirme extraño.


Entrevista de Jesús Ruiz Mantilla para El País

Cortázar y sus cartas

Se publican las cartas de Cortázar con su mujer, Carol Dunlop, y Silvia Monrós-Stojakovic



Más en El país

lunes, 23 de marzo de 2009

Las hojas que pasamos

Un pelo del bigote de Hitler de Javier Cercas (Palos de ciego)

El propósito de las líneas que siguen consiste en glosar una crónica de Jacinto Antón publicada el 16 de febrero en este periódico. Allí informaba el periodista de un libro aparecido hace poco en Nueva York: La biblioteca privada de Hitler. Los libros que moldearon su vida, de Timothy W. Ryback; no he leído el libro de Ryback, ni sé si voy a leerlo: sin duda contendrá muchas más noticias de las que refiere Antón, pero dudo que supere su crónica. Yo en todo caso me atengo a ella, porque basta para proponer unas pocas observaciones elementales sobre la lectura, y sobre alguna otra cosa. Por lo demás, sobra subrayar la importancia del asunto: igual que hay críticos que a ciertas personas les resultan de suma utilidad para saber qué es lo que no deben perder el tiempo viendo o leyendo (cuando el crítico elogia una película, no van a verla, porque seguro que no les gustará; cuando el crítico la pone a parir, corren a verla, porque seguro que les encantará), conocer los hábitos de lectura de Hitler puede servirnos para definir ex contrario los hábitos saludables de lectura.

La primera noticia que da Antón -que da Ryback- no es noticia: Hitler era un lector compulsivo. Primera observación: ser un lector compulsivo no garantiza que no te entren ganas de organizar el Holocausto. Esto es una obviedad, pero es una obviedad que no conviene olvidar, sobre todo no nos conviene olvidarla a los lectores compulsivos. Nietzsche decía que el mucho leer embota, y también que hay gente que lee para no pensar. Así es al parecer como leía Hitler: para no pensar, o, lo que es lo mismo, para confirmarse en sus propias ideas, para continuar siendo quien ya era. Segunda observación: leer sólo es leer de verdad cuando la lectura no confirma, sino que desmiente nuestras ideas, cuando nos convierte en otro, cuando no nos mete, sino que nos saca de nuestras casillas. Antón -Ryback- observa también que Hitler jamás leía por placer, y que lo hacía a velocidades supersónicas: a veces, un libro por noche. Sobre esto último es inevitable recordar el chiste de Woody Allen, quien aseguraba haber leído Guerra y paz siguiendo el método Kennedy de lectura rápida. "Funcionó", dice Allen. "Leí la novela en un par de horas: va de Rusia"; en cuanto a lo primero, quizá podría ayudar a proscribir para siempre de nuestras escuelas y universidades la expresión lectura obligatoria, un oxímoron peligroso. La cuarta observación es doble: lo que cuenta no es leer mucho, sino leer bien, es decir, leer a la velocidad que exige el libro, que casi siempre es lenta; lo que no se lee por placer, casi nunca merece la pena leerse, mientras que lo que merece la pena leerse es aquello que, en cuanto se termina de leer, uno quiere de inmediato releer. Por lo que se refiere al contenido de las lecturas de Hitler, era previsible que estuviera básicamente integrado por basura -mamarrachadas ocultistas y seudocientíficas y vomitonas antisemitas-, pero a algunos quizá les sorprenda saber que al Führer no le gustaban las novelas; a mí, perdónenme la inmodestia, no. Desde que nació, la novela ha sido juzgada con desprecio por la gente seria, que la ha considerado siempre un entretenimiento frívolo sólo apto para desocupados: ¿por qué leer mentiras cuando se pueden leer verdades?; además, la novela es un género esencialmente irónico -un género que dice que las cosas no son ni blancas ni negras, ni siquiera grises, sino blancas y negras y grises al mismo tiempo: Don Quijote es uno de los individuos más ridículos de la historia, pero también uno de los más heroicos-, y a la gente seria no le gusta la ironía, ese instrumento diabólico que en vez de simplificar las cosas las complica. Quinta observación: hay que desconfiar de la gente seria; en particular, hay que desconfiar de quienes no leen novelas; en particular, hay que desconfiar de esos intelectuales y políticos que afirman ser grandes lectores, pero no lectores de novelas porque les importa demasiado la verdad como para perder el tiempo con mentiras, y hay que desconfiar de ellos porque el énfasis en la verdad delata al mentiroso. Anoto dos noticias más que dan Antón y Ryback: la primera es que, contra lo que él mismo decía, Hitler apenas había leído a Nietzsche y a Schopenhauer; la segunda es que, contra lo que podría pensarse, en la biblioteca de Hitler apenas había pornografía. Penúltima conclusión: no se pierdan a Nietzsche y a Schopenhauer, que son dos de los filósofos más literarios que existen, y dos de los que se leen con mayor placer. Última: si Hitler no consumía pornografía, algo bueno tendrá la pornografía.

Y hablando de pornografía. Don DeLillo escribió una novela estupenda sobre una película pornográfica cuyo actor principal es Hitler, una película filmada durante sus últimos días en Berlín, dentro del búnker; generosamente, Antón y Ryback les proponen sin proponérselo a los novelistas del futuro dos novelas todavía mejores. Una es una novela policiaca sobre el misterio del libro que Hitler tenía en la mesita de su habitación del búnker cuando se suicidó: de ese libro se conserva una foto, aunque en la foto no se distingue su título; la otra -a mi juicio, mucho más prometedora- es una novela metafísica sobre un pelo del bigote de Hitler que Ryback se encontró mientras examinaba uno de los libros de Hitler. Dios santo, ese pelo.

Javier Cercas

El País Semanal

viernes, 20 de febrero de 2009

100 años

José Antonio Muñoz Rojas dice que ya no escribe:
"Aunque siempre es una tentación.
Pero no lleva a ninguna parte:
nunca se termina de escribir.
Después de tanto tiempo,
uno no sabe para qué sirve hacerlo.
Quizá lo sepan los lectores.
Yo no".

Más en El País

martes, 17 de febrero de 2009

Otros lectores

Sí, sí, sí, Hitler también leía...

Fuente: El País
¡Teletransporte YA!

http://festivalperfopoesiasevilla.blogspot.com/2009/02/la-poeta-gracia-iglesias-se-encierra.html

viernes, 6 de febrero de 2009

Lope

Los copiones de Lope de Vega

El estreno de 'La estrella de Sevilla', de dudosa autoría del maestro, revela que tuvo multitud de imitadores



Más en El País

jueves, 5 de febrero de 2009

Cortázar

Los últimos papeles de Cortázar

La viuda y un estudioso del autor descubren en una cómoda familiar cientos de páginas de inéditos - El material, que completaría su obra, se publicará en mayo



La noticia completa en el País.