lunes, 23 de marzo de 2009

Las hojas que pasamos

Un pelo del bigote de Hitler de Javier Cercas (Palos de ciego)

El propósito de las líneas que siguen consiste en glosar una crónica de Jacinto Antón publicada el 16 de febrero en este periódico. Allí informaba el periodista de un libro aparecido hace poco en Nueva York: La biblioteca privada de Hitler. Los libros que moldearon su vida, de Timothy W. Ryback; no he leído el libro de Ryback, ni sé si voy a leerlo: sin duda contendrá muchas más noticias de las que refiere Antón, pero dudo que supere su crónica. Yo en todo caso me atengo a ella, porque basta para proponer unas pocas observaciones elementales sobre la lectura, y sobre alguna otra cosa. Por lo demás, sobra subrayar la importancia del asunto: igual que hay críticos que a ciertas personas les resultan de suma utilidad para saber qué es lo que no deben perder el tiempo viendo o leyendo (cuando el crítico elogia una película, no van a verla, porque seguro que no les gustará; cuando el crítico la pone a parir, corren a verla, porque seguro que les encantará), conocer los hábitos de lectura de Hitler puede servirnos para definir ex contrario los hábitos saludables de lectura.

La primera noticia que da Antón -que da Ryback- no es noticia: Hitler era un lector compulsivo. Primera observación: ser un lector compulsivo no garantiza que no te entren ganas de organizar el Holocausto. Esto es una obviedad, pero es una obviedad que no conviene olvidar, sobre todo no nos conviene olvidarla a los lectores compulsivos. Nietzsche decía que el mucho leer embota, y también que hay gente que lee para no pensar. Así es al parecer como leía Hitler: para no pensar, o, lo que es lo mismo, para confirmarse en sus propias ideas, para continuar siendo quien ya era. Segunda observación: leer sólo es leer de verdad cuando la lectura no confirma, sino que desmiente nuestras ideas, cuando nos convierte en otro, cuando no nos mete, sino que nos saca de nuestras casillas. Antón -Ryback- observa también que Hitler jamás leía por placer, y que lo hacía a velocidades supersónicas: a veces, un libro por noche. Sobre esto último es inevitable recordar el chiste de Woody Allen, quien aseguraba haber leído Guerra y paz siguiendo el método Kennedy de lectura rápida. "Funcionó", dice Allen. "Leí la novela en un par de horas: va de Rusia"; en cuanto a lo primero, quizá podría ayudar a proscribir para siempre de nuestras escuelas y universidades la expresión lectura obligatoria, un oxímoron peligroso. La cuarta observación es doble: lo que cuenta no es leer mucho, sino leer bien, es decir, leer a la velocidad que exige el libro, que casi siempre es lenta; lo que no se lee por placer, casi nunca merece la pena leerse, mientras que lo que merece la pena leerse es aquello que, en cuanto se termina de leer, uno quiere de inmediato releer. Por lo que se refiere al contenido de las lecturas de Hitler, era previsible que estuviera básicamente integrado por basura -mamarrachadas ocultistas y seudocientíficas y vomitonas antisemitas-, pero a algunos quizá les sorprenda saber que al Führer no le gustaban las novelas; a mí, perdónenme la inmodestia, no. Desde que nació, la novela ha sido juzgada con desprecio por la gente seria, que la ha considerado siempre un entretenimiento frívolo sólo apto para desocupados: ¿por qué leer mentiras cuando se pueden leer verdades?; además, la novela es un género esencialmente irónico -un género que dice que las cosas no son ni blancas ni negras, ni siquiera grises, sino blancas y negras y grises al mismo tiempo: Don Quijote es uno de los individuos más ridículos de la historia, pero también uno de los más heroicos-, y a la gente seria no le gusta la ironía, ese instrumento diabólico que en vez de simplificar las cosas las complica. Quinta observación: hay que desconfiar de la gente seria; en particular, hay que desconfiar de quienes no leen novelas; en particular, hay que desconfiar de esos intelectuales y políticos que afirman ser grandes lectores, pero no lectores de novelas porque les importa demasiado la verdad como para perder el tiempo con mentiras, y hay que desconfiar de ellos porque el énfasis en la verdad delata al mentiroso. Anoto dos noticias más que dan Antón y Ryback: la primera es que, contra lo que él mismo decía, Hitler apenas había leído a Nietzsche y a Schopenhauer; la segunda es que, contra lo que podría pensarse, en la biblioteca de Hitler apenas había pornografía. Penúltima conclusión: no se pierdan a Nietzsche y a Schopenhauer, que son dos de los filósofos más literarios que existen, y dos de los que se leen con mayor placer. Última: si Hitler no consumía pornografía, algo bueno tendrá la pornografía.

Y hablando de pornografía. Don DeLillo escribió una novela estupenda sobre una película pornográfica cuyo actor principal es Hitler, una película filmada durante sus últimos días en Berlín, dentro del búnker; generosamente, Antón y Ryback les proponen sin proponérselo a los novelistas del futuro dos novelas todavía mejores. Una es una novela policiaca sobre el misterio del libro que Hitler tenía en la mesita de su habitación del búnker cuando se suicidó: de ese libro se conserva una foto, aunque en la foto no se distingue su título; la otra -a mi juicio, mucho más prometedora- es una novela metafísica sobre un pelo del bigote de Hitler que Ryback se encontró mientras examinaba uno de los libros de Hitler. Dios santo, ese pelo.

Javier Cercas

El País Semanal

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